26 de diciembre de 2007

La casa que sólo tenía dos paredes


Hay cerca de mi casa una placita pequeña, con una pequeña tienda de flores regentada por una familia de gitanos, un puestecillo minúsculo de loterías en desuso y un bar que saca mesas y sillas a la calle los días soleados para deleite de los turistas que por allí pasan.

Siempre que camino por ella no puedo evitar fijarme en un hombre que duerme allí. Jamás he hablado con él, pero desde siempre ha llamado poderosamente mi atención y mi curiosidad, despertando mi imaginación de sobremanera.

Se trata de un hombre entrado en años, de pelo cano, bigote descuidado y apariencia algo fondona. Las formas redondeadas y carnosas de su cara muestran las arrugas que el tiempo no ha olvidado dejar en el contorno de sus ojos, sus labios y su despejada frente, pero hay algo en su expresión que me despierta una enorme simpatía. Tiene los ojos azules, las cejas pobladas y despeinadas. Sus manos son pequeñas y rechonchas, de aspecto áspero y rudo. Viste un fino y raído jersey de algodón y unos pantalones de color marrón, que parecen ser de pana. Desprende un olor acre característico, aunque no muy agradable.

Todos los días del año, incluso en los fríos inviernos, duerme, come y cena en la plaza. Tiene, en vez de armarios, un pequeño ejército de carritos de la compra, de los de dos ruedas, dónde guarda todas sus pertenencias. Los carritos están llenos a rebosar y por las mañanas se afana en atarlos bien a una valla metálica con unas cadenas tras guardar los pertrechos con los que, cada noche, construye su “dormitorio". Éste es, en realidad, una pequeña obra de ingeniería civil, compuesta por un hule azul de grandes dimensiones que cuidadosamente ata a una de las paredes del puesto de flores, formando una especie de tienda de campaña dónde se introduce. Para aislarse del gélido suelo invernal utiliza cartones y una esterilla de las de acampada. En la complicada estructura que monta todas las noches hay hasta un respiradero compuesto por una caja de fruta de plástico azul colocada en la cabecera. Por las mañanas debe despertarse pronto y recoger todo antes de que el puesto de flores, que da sustento y mantiene la compleja estructura que le calienta por las noches, abra.

A la hora de comer monta su “salón-comedor” en las cercanías del puesto de loterías abandonado, utilizando una de las paredes como cortavientos, y colocando varios de sus carritos para tapar los otros posibles focos de viento. Rodeado por carritos y apoyado en la pared del puesto de loterías, sentado en una débil silla replegable, cocina con paciencia, al fuego de un camping gaz, una no muy variada suerte de alimentos que inundan con su sabroso olor la placita.

Desconozco porqué ha elegido esa plaza, y no otra, pero creo que de alguna manera él lo entiende cómo su hogar. Las dos paredes alrededor de las cuáles monta su casa, determinan un espacio que ha conseguido separar de la gran urbe, un rincón por el que no paga alquiler ni hipoteca alguna, aunque no hay duda de que le pertenece. Un rincón de la ciudad transformado en hogar.

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